Por Miguel Junior Toribio
Abogado y Funcionario Público
@migueljuniort17
migueljuniortoribio@gmail.com
Desde mis primeros días como estudiante de Derecho hasta hoy, luego de haber alcanzado mi titulación como abogado, he mantenido y sigo manteniendo una profunda preocupación por el grave fenómeno de la corrupción administrativa en mi país.
Como joven universitario, me resultaba indignante y hasta incomprensible, la poca eficacia del sistema de justicia cuando se trata de la persecución y sanción de los delitos de cuello blanco; en contraste con su notoria diligencia y efectiva capacidad para reprimir a los pobres, a los desamparados, a los que no tienen dolientes. Esa duplicidad moral de la justicia dominicana se constituyó en el principal aliciente para convertirme en profesional del derecho.
Conozco profundamente el sufrimiento de los sectores marginados de la sociedad. Yo vengo de ahí y es por ello, que siempre me ha resultado repugnante que los recursos aportados por los contribuyentes, en vez de ser administrados con austeridad para atender los problemas más acuciantes, como salud, desnutrición, marginalidad social y desempleo juvenil, terminen en los bolsillos de políticos y empresarios corruptos, mientras el país sigue atrapado en un círculo vicioso sufriendo de forma interminable todas las consecuencias del subdesarrollo.
Pero no me llamo a engaño. El problema de la corrupción es un fenómeno complejo y estructural de la sociedad; que no se resuelve solo con llevar a la cárcel de forma coyuntural a los corruptos preferidos del momento, en el marco de un cambio de gobierno con el propósito superficial de calmar momentáneamente la opinión pública, de desviar su atención o de satisfacer los reclamos de las corrientes populistas que actúan por mera retaliación política.
Se trata de un Cáncer que viene lastrando a la sociedad dominicana desde antes de la fundación de la República y, por tanto, está muy lejos de ser un fenómeno atribuible de forma privativa a una administración en particular. Ojalá que así fuera, porque la solución sería relativamente fácil. Bastaría con identificar y extirpar a los corruptos de esa administración y ya. Desgraciadamente es un problema sistémico y cuidado si hasta cultural de la clase política dominicana, que involucra, con excepción de la gestión de Bosch en 1963, a todas las administraciones.
En consecuencia, un problema estructural no se resuelve con medidas coyunturales. Se requieren políticas igualmente estructurales, que incluyan cambios profundos en el sistema de partido, en los mecanismos de financiación de las campañas y en la conciencia del ciudadano votante, sin desdeñar los controles institucionales que deben existir para garantizar la transparencia.
Como joven comprometido con la lucha anticorrupción apoyo cualquier iniciativa seria por parte del sistema de justicia en contra de cualquier persona que resulte comprometida en actos de corrupción y pido que se materialice el régimen de consecuencia.
Sin embargo, creo que sería un grave error que la sociedad le firme un cheque en blanco a los persecutores del momento. Defendemos una política de persecución de la corrupción basada en el respeto al debido proceso, de tal manera que no se violen derechos fundamentales en contra de ningún procesado. Soy un opositor total del linchamiento mediático en contra de los indiciados como mecanismos de chantaje frente a la justicia.
La lucha anticorrupción no puede ser selectiva, sino integral. Debe incluir corruptos del presente y corruptos del pasado, de un color partidario y de otro. De hacerse así, la sociedad terminaría apoyando y legitimando la política de persecución que se han puesto en marcha. De lo contrario, todo terminaría siendo visto como una cacería de brujas carente de credibilidad o como una escena grotesca del espectáculo político.
Tanto en lo que respecta a los implicados en el caso Odebrecht, como los que han resultado sometidos en los últimos días en el marco de la operación “Anti-Pulpo”, la justicia debe dejar constancia de su rectitud, de su apego a la ley y de que es realmente garante de los derechos fundamentales de los imputados. Solo deben salir condenados de estos procesos aquellos a quienes se les pruebe, más allá de toda duda razonable, que realmente cometieron los hechos de corrupción que se les imputan.
El fin no justifica los medios. La lucha contra la corrupción, por más justa que sea, no puede implicar vulneración de derechos, ni condenas arbitrarias en contra de inocentes. Sin pruebas, no puede haber condenas ni coacción penal de ningún tipo. Solo los culpables deben pagar por sus delitos.
De lo contrario, estaríamos en presencia de un circo más.
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